jueves, 25 de septiembre de 2014

GOYAALÉ (uno que bosteza).

     Era de noche y hacía frío. Nevaba. Me había desmayado y había caído de la montura, una manta india. En sueños oía voces: alguien me había encontrado. Hablaban en una lengua que me resultaba familiar. 
     Cuando desperté me llevaron a una gran tienda. Los hombres discutían. Yo permanecía en el centro. De pies. Las mujeres me observaban. Una de las ancianas con especial intensidad. Pasó tiempo. A mí me pareció mucho y caí de rodillas. Uno de los hombres se dirigió hacia mí, muy enfadado. Gritaba agitando la manta de mi montura. Pronuncié "Goyaalé". Todos me miraron al unísono. La mujer mayor se acercó a mí. Repetía una y otra vez el mismo nombre: Goyaalé. Añadía frases que yo no entendía y empezó a llorar. Comprendí que era su madre. Se arrodilló frente a mí y empezó a balancearse entre sollozos. No sabía cómo consolarla, pero necesitaba hacerlo. Goyaalé lo hubiera querido así. Me quité los collares y los amuletos él me había entregado y que llevaba bajo la ropa y los puse entre sus manos. Nos miramos y nos entendimos. Descubrí mi vientre de ocho meses oculto entre capas y capas de tela. Sobre la piel, tersa y tirante, seguían dibujados los símbolos que Goyaalé me había dibujado con pintura roja antes de partir. Una lágrima tras otra caían y rodaban sobre los dibujos. No sé si eran las suyas o las mías. No entendía los símbolos, ni el idioma en el que todos hablaban. Los sonidos se volvían lejanos y confusos. La madre de Goyaalé, la abuela del bebé que llevaba en mis entrañas se volvía una imagen borrosa.

...

     La última mañana, mientras ella seguía somnolienta, él cogió la pintura roja e hizo dibujos en su vientre. La víspera, le había señalado la luna y hablado largo y tendido. Como de costumbre, a pesar de que ella no le entendía nada, había escuchado embelesada. ¿Por qué le gustaba tanto si no hablaban el mismo idioma? A veces, era ella la que hablaba sin parar. Él tampoco la comprendía pero le prestaba toda la atención del mundo. Siendo muy felices juntos. Fuera se escuchó ladrar a los perros y agitar de caballos. El la ayudó a vestirse con prisa, le puso al cuello todos sus collares y amuletos y la hizo salir de la tienda a hurtadillas. Le repetió la frase que le había dicho tantas otras veces mientras le ayudaba a subir a su caballo favorito. Besó su vientre y sus manos y se miraron por última vez. 
     Desde la lejanía, ella oyó disparos y una fina columna de humo negro se abrió paso hacia el cielo gris de un invierno que, de pronto, se anunciaba inhóspito y peligroso. Cabalgó mucho tiempo, más de un día, o quizá dos. El caballo sabía a dónde iba.
Hasta que ella, agotada, cayó de la montura. Era de noche y hacía frío. Nevaba.

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