lunes, 15 de septiembre de 2014

DESDE LAS MONTAÑAS DEL AUSTRAL.. (VERSIÓN ORIGINAL DE "LATIDO")

Pararon el Alfa Romeo en mitad de ningún sitio. Boss se giró y le dio las últimas instrucciones:
- Ya sabes, si quieres ser mi mano derecha, sólo te queda la última prueba: partirle la columna al puto guiri que te encontrarás caminando por el arcén dentro de un par de kilómetros. Lo tiras en la cuneta, para que les cueste encontrarlo y nos llamas al móvil para que vengamos a recogerte. Estamos hasta los cojones de que vengan de fuera a quitarnos nuestro sitio a nosotros, que hemos nacido aquí, esos hijoputas...

- Sí, brother, tú puedes hacerlo.
- Sí, tío, deja seco a ese cabrón. Tú eres uno de los nuestros.
- Estoy orgulloso de ti, tío, va a ser un flipe. Seguro que mañana hasta sales en el Diario de Navarra.
- ¿Tú lo flipas?
- Que sí, tío, que sí, que el viejo de la Jenny salió hasta en la tele cuando mató a su vieja de una paliza.
- Un flipe, chaval, un flipe.
- Nos vemos, tíos.

Todos hicieron la señal, puño derecho al corazón, mano a los huevos y puño al frente. Sonreían. Habían encontrado un lugar común. Un porqué en sus vidas. Pertenecían a un grupo. Si era de gente buena o mala no importaba. Sólo cuenta no estar solo.

Raúl bajó del coche. En medio de gritos y acelerones, ellos arrancaron y desaparecieron. Cruzó la carretera y empezó a caminar. Quería terminar lo antes posible, algo no iba... la sonrisa torcida del Boss... se estaba relamiendo el cabrón.

A lo lejos una sombra se acercaba, de espaldas al sol del atardecer: su pasaporte a ser lugarteniente del Boss. "Pártele la espalda y serás mi mano derecha". Recuerda otra voz, que suena en su interior:

- ¿Qué pasa, chaval? ¿Piensas que sólo porque te han jodido a ti, tienes derecho a ir por ahí, jodiendo a los demás?

Raúl cerró los ojos y escuchó el sonido del latido de su propio corazón.

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Raúl y Él estaban sentados en el patio del reformatorio, como tantos otros días. Sólo que esa vez era distinta porque era el último día. Raúl acarició el hormigón y arrancó unas hierbitas antes de decir con voz ronca:
- Te voy a echar de menos. Tú eres la única persona que me ha tratado con respeto.

Él miró el cielo azul. Escuchó la respiración de su amigo. Se miró los brazos curtidos por el trabajo.
- Mañana mismo vuelvo a mi país pero no te voy a olvidar. Te doy mi palabra.

Raúl cogió aire como si estuviera dando una calada a un cigarrillo imaginario y suspiró sin querer hacerlo.
- No sé que voy a hacer sin ti, tío.

Él desplazó su brazo hacia la izquierda hasta notar el contacto de Raúl en su brazo. Sintió su sudor frío. Percibió su miedo.
- Esfuérzate por mantenerte alejado del Boss, de la mala hierba. Busca tierra fértil.

Raúl absorbió el calor, el valor que emanaba del brazo de su amigo.
- No voy a poder, tío, no lo lograré.
- Confía en ti. Y sobrevive.

Una nube cubrió el sol y un viento del oeste barrió el patio, llevándose oscuros pensamientos.
- ¿Hoy no has tenido pesadillas, verdad?
- No. He soñado que mi hermano me sonreía. Y desaparecía.
- Tus pesadillas han terminado, tío.
- Ahora tú eres mi hermano.

__________

Un día de tantos, sentados en el patio, la espalda contra el muro de hormigón, Raúl le preguntó:
- ¿Por qué no le dijiste al juez que tú no habías robado nada? Ni la moto, ni los móviles, ni nada.
- Mi padre no querría vivir si supiera que mi hermano murió sin honor. Teníamos puestas en él todas nuestras esperanzas. El se quedó en nuestro país y vinimos con mi tío. Los dos trabajábamos en la obra para que él pudiera estudiar en el instituto. Hubiera sido un gran médico.
- Pero tu hermano era un imbécil como yo, que sólo pensaba en robar para tener pelas y comprar móviles, ropa de marca, costo... no se merece tu sacrificio.

Ël carraspeó como si quisiera reprimir un rugido.
- Es una cuestión de honor. Yo estoy vivo. Puedo recuperarlo. Mi hermano no puede. Ya no.
- ¿Tu padre te seguirá queriendo cuando salgas de este sitio?

Un brisa levantó una polvareda amarilla, arenosa.
- Si conocieras a mi padre... es como el viento del sur cuando llega desde las montañas. Te envuelve. Te arropa. Te da fuerzas.
- ¡Qué suerte, tío! Mi viejo es un cabrón que me ha tratado siempre como a un perro.

El tiempo se deslizó por los rincones. Los otros jugaban al baloncesto. Gritaban. Reían. Discutían. Se pegaban. Él habló:
- Mi padre siempre me dice que todos somos iguales. Si cierras los ojos, descubre que el color de piel, la raza o la religión no cambian el sonido del latido del corazón. Todos los corazones laten con el mismo ritmo. Todos tenemos corazón.
- ¡Qué suerte tienes, tío!

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Raúl mira a lo lejos. Por la cuneta de la carretera, en su mismo arcén, alguien se acerca en sentido contrario. De golpe, recuerda:

Estaban en el patio, sentados con las espaldas apoyadas en el muro de hormigón.
- Nunca me has contado qué le pasó a tu hermano.
- En el desayuno me pidió que le hiciera un favor. Le dejaban unos libros para el trabajo de ciencias. Iban a pesar mucho. Necesitaba que alguien condujera la moto. Le dije que sí. Aparecí a las seis. Fuimos al centro comercial. Yo me quedé fuera esperando. Salió corriendo con una mochila en la mano. Perseguido por el dueño de la tienda de móviles. Se montó en la moto. La puse en marcha. Me latía la cabeza. Yo gritaba. Él gritaba. El camión bocinaba. Luego todo era rojo. La mochila. Los móviles. La moto. Mi hermano. Todo roto. Todo rojo. Yo entero, con la cáscara completa. Vacío por dentro. Sólo un sonido. Sólo un latido. Mi latido.

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La primera vez que Raúl le vio, Ël estaba en el patio, soportando todo el muro con su espalda, como si pudiera sostener el mundo él solo. Se acercó a Él y le escupió las palabras tan bien conocidas, tantas veces oídas, tantas repetidas:
- Ese sitio es mío, cabrón. Levanta y aparta. Estoy hasta los cojones de que vengáis de fuera a quitarnos nuestro sitio a nosotros, que hemos nacido aquí. ¡Hijoputa!

Ël se levantó y Raúl le empujó. Algo pasó. De pronto estaba contra la pared, sin que sus pies tocaran el suelo, con dos garras presionando su cuello, ahogándole.
- ¿Qué pasa, chaval? ¿Piensas que sólo porque te han jodido a ti, tienes derecho a ir por ahí jodiendo a los demás?

Raúl emitía un débil sonido. Se ahogaba. Él lo soltó.
- Siéntate.

Se sentaron. Sin tocarse. Sin hablarse. Cada uno escuchaba el sonido de su propio corazón. En sincronía.

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Último día de cosecha. Él volvía a casa. Ahora estaban a unos metros. Habían pasado casi diez años pero apenas habían cambiado. Él sonrió a Raúl:
- ¿Qué pasa, chaval? ¿Piensas que sólo porque te han jodido a ti, tienes derecho a ir por ahí jodiendo a los demás?

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- ¿Y que pasó entonces, abuelo?

El anciano los mira y calla. Les acaricia por turnos la cabeza con esas manos tan curtidas por el trabajo.
- Dinos, abuelo, ¿qué pasó?
- Contestadme a esta pregunta: ¿de qué color es el latido de un corazón?

El más pequeño habla:
- Abuelo, tú sabes que los sonidos no tienen color.
- Los amigos tampoco.


        FIN

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